Las muchachas con su rostro ebúrneo,
en las tardes frente al viñedo,
encorvadas como gatos
sacudiéndose del sueño.
Más allá del valle de tonos amarillos,
lentas en sus movimientos,
precisas,
líneas firmes de un dibujo.
He decidido pintarlas.
Son puentes que a lo lejos
se yerguen vencidos
contra el horizonte de hierba.
En una puesta de sol,
como la piel de acerola,
cuando ya está madurando
tras un vergel cerca de un lirio,
he visto el nacarado que irradia la tarde.
El verde preciso de los limoneros
y la ígnea sombra de los flamboyanes.
Aves que sobrevuelan un grabado japonés,
los colores del mundo estallando
a través de mosaicos.
Pero no me había fijado
en ese modo lento
que tiene la tristeza.
Parece refractar la luz
de una manera distinta.
He buscado un roble de sostén
para calmar el pulso de mi trazo.
La efigie de una mujer
cubre el rostro con sus manos;
y llora en silencio bajo la sombra.