Invisibles

Imposible abandonar esa ciudad

donde las palabras se tornaron cosas

que se vuelven vida:

La música emana

de los pájaros que golpean con su vuelo

los cristales de los edificios.

Sentarse a esperar el tren

que sin duda llegará vacío,

erigiendo sombras,

es un ritual vespertino

destellando pasadizos del recuerdo

como soles que visitan cada tarde.

La industria alemana

no pudo inventar

lo que a nosotros nos tomó una madrugada.

Un código inquebrantable,

pero frágil,

la memoria de la mano que servía el café

sobre las mesas desérticas

teorizadas, conceptuales,

evocando con pinceles

una piedra tan azul

que estaba hecha de nubes.

Y así,

sumergida

en la profundidad del mar,

la acuarela en la pared

de ese museo

que juntos construímos

bajo la superficie.

Donde antes hubo un parque

ahora hay una catedral

y un campanario de jade.

Cuentan los que visitan

que el roce de brisa en las campanadas

suele dar la hora.

Los espectros

que habitaban aquel tren

lanzan desde el aire

ecos que quiebran los vitrales.

La nostalgia del aroma

que deja tras de sí,

como huella luminosa,

la mutación de la luna.

Sabiendo que sólo pasaría

tu silueta cincelada sobre el agua,

compré la taquilla del cine

para esa película que nunca veríamos.

Dicen que el lienzo relator

queda iluminando trazos parpadeantes

sobre las butacas tan vacías de nosotros.

Allí los niños juegan con sus sombras

para no sentirse solos.

Sobre la mesa de noche

hay una foto,

como el tren deshabitado,

en la que nada se ve

pero se siente

la mirada fulminante

que fulge del fantasma

de quien

soy

el único testigo.

Deshielo y pleamar

Si los ocasos sueñan
¿qué sueñan los ocasos?


Nenúfar que sostiene ingrávido
su imagen en el agua


Una sombra proyectada

sobre la noche misma.


Órbita de ese minuto falaz
que tropieza al instante
en que me miro al espejo
y hurgo lo que está hundido en los ojos
como un barco de vidrio.

Abriendo profundidades en el glaciar

que tengo cautivo en el pecho.


Desmenuzando las agujas del hielo.

Evocando la mirada de serpiente.

Al sol de hoy
la espesura es una ruta de piedra
merodeando un hallazgo cotidiano.

Almenas de berilo

Piedra de Ofir

Azul de Prusia

Amarillo de cromo

Verde Veronés

El aroma del espliego
Y la espiga de unas flores azuladas
Me recuerdan la cercanía con que respira la muerte.

numerus

No hay artificio mejor construído que la literatura. A este enunciado alguien pudiese reaccionar proponiendo su antítesis por el solo hecho de verse reflejado en ese espejo. Desconoce que para los antiguos la ‘mancia‘ de las cosas se hallaba en los espejos. Los espejos no destellaban reflejos de lo exacto sino de lo posible. Cuando se intenta representar a la realidad no hay nada más lejano a ella que la literatura. Satie o Chopin dirían que me equivoco, acaso para sentirse verdaderos. Pero la música nunca ha querido representar realidad alguna. La literatura sí. Y ese hecho la hace más artificiosa. Cuántas veces no hemos aceptado la noción de ‘la página en blanco’, nada más artificioso que eso. Lo más parecido es el concepto de los números reales. La matemática es acaso lo más parecido a la literatura. Aún cuando se intenta capturar el gesto humano en un personaje o una ideación, es imposible. Por tanto la literatura es el gesto imposible del lenguaje. Digo imposible como concepto matemático. Su conceptualización es parte de una arquitectura forjada en el vacío o la voluntad. Su finalidad está atada a un vacío y una voluntad. La música, para responder a Satie, es ejecutada y percibida y aunque tiene su lugar en el transcurso del tiempo y su transferencia de voluntad está adherida a su ejercicio o emisor. Hay una pulsión que se acerca a la idea de un latido. La literatura podría surgir en un osario, un campo de hierbas silvestres donde hubo una batalla y las piedras del suelo encubren cadáveres alguna vez muertos por el frío y el hambre.