Atravesar la distancia en el viento con el candil encendido le recordaba al lente de Tarkovsky, su poesía detenida. Un esbozo de lo que sentía al atravesar la escasa geometría del recuerdo. El movimiento de la imagen donde los objetos narran su relato callado, la silueta de las manos que una vez los sostuvieron para luego crear momentos de neblina en su remembranza inútil y cotidiana. Lo literario tiene sus fauces marcadas en lo imposible. Una vez entendido ese corolario comenzarían los pasos lentos con la cera caliente, blanca y derretida por entre los dedos, dejando un sendero que luego se transformaría como una estrella envejecida. Era la sensación del momento aquel cuando se quemaría el film de la película y en la pantalla grande se fue deshaciendo la imagen de afuera hacia el centro, lentamente, dejando un islote calcinado al borde del sinsentido. El furor de una ira estúpida que le costó a Tanaka su cabeza servida en un festín japonés. Uno recurre a la secuencia, los recuerdos atraen significantes, símbolos, mementos, fotografías. Pero es el movimiento lo más que nos acerca a la sensación de vida. Somos ruletas rusas de sucesos baladíes, hasta que la suerte nos precisa un detenimiento. Una ilusión de belleza. Él entendía esto. Acaso su insomnio le hacía pensar demás. Cuando estuvo perdido al pie del Monte Eber, aquellas montañas heladas le recordarían que su muerte le alcanzaría, no habría una manera alterna de sobrevivir. Por eso, mientras se helaban sus extremdades su mente cogió velocidad. Recordó cuando las manos rompieron la taquilla del cine justo en la antesala de aquel filme derretido. Había vivido justo para recordar aquello en la vitrina de su propia muerte. Se preguntaba si no estaría confundiendo escenas, en una trasposición incesante de nombres, rostros, líneas, música. Hacía frío y la esclera de sus ojos se vertía sobre la piedra helada abriendo cauce a la implosión absoluta de todas las certezas.
Etiqueta: fragmento
Teorías del color
[Fragmento de novela inédita]
En el caribe las costas se viven de manera distinta. Son mares distintos, paraderos únicos con sus olores, matices y texturas, todas como si llevasen nombres diferentes por el modo que reflejan la luz, los colores no son los colores de estas costas del norte. Allá el mar pareciera un grabado, por sus luces y sombras, las texturas saltan a la vista, las profundidades de las líneas, los espacios de luz y sus silencios. Ya me sospechaba de niño que la nostalgia no es un océano homogéneo, es más bien un concepto complejo y escandaloso. Ruidoso. Cuando una idea trastoca el silencio y aturde las líneas del rostro sacude lo más humano. Cuando hablábamos en esas noches inútiles me venía a la mente eso porque inútil era el frío y el invierno pero más aún aquella teoría de arte que repetías cuando tomabas café. En mi país no hay invierno. Pero acá ya me habrán acomodado en otro reloj, y acá la nostalgia comenzaba a tomar su espacio, como el sargazo en la arena más próxima a la orilla, al linde donde la espuma se regodea, ah, pero eso depende del mar.
Naipes
(fragmento de novela inédita)
Con las barajas entre las manos como navajas y una flor imperial, una ristra de marineros jugaba a pesar de la marea que estaba alta como la muralla de aquel glaciar a más de tres mil metros de altura. Sabía que la probabilidad de la escalera real era un trampa, un despiste entre los que azuzaban los dedos para hacer movimientos rápidos imperceptibles para los ojos de cualquiera. El paladar degustaba un borbon, uno de los más caros, lo había traído Melecio cuando llegó descalabrado de cuando lo despidió para siempre Svetlana en el muelle. Tenía nombre de rusa pero era marroquí. La cosa es que entre los tragos y las barajas mediaba una desconfianza entre ellos, unas ganas de rajarse. Total, la marea estaba indómita y aquella barcaza se movía como se mece una hamaca vacía en manos de un niño inquieto. A Melecio no le importaba un carajo la jugadita nebulosa, hasta dispuesto estaba para hacerse el perdedor, aunque era de los que detestaba ir atrás en las apuestas… lo de Svetlana le había destruído el alma como aquella vez cuando el barco de pesca irrumpió en el muelle luego de una ventolera, se amaneció recogiendo maderas y uno que otro bañista desorientado. Estaba hecho mierda en realidad. Él la amaba. Como la sombra aquella que veía a las tres de la mañana sobre la pared helada del glaciar que rodeaban cada vez que se proponían despegarse del mundo, los periódicos y los televisores. Es decir, la amaba como a la sombra de la barcaza reflejada en el espejo helado de la pared azul que era negra como la noche a esa hora y aún no se explicaba cómo a pesar de tal oscuridad alcanzaba a ver la sombra sobre la sombra misma. Algo así era Svetlana. Una sombra proyectada sobre la noche, o lo que le explicó su hermano cuando dijo que pintaría sobre el canvas la luz sobre la luz. Y aún sobrio entre apuestas ebrias sobre la pequeña mesa le satisfacía quedarse entre lo helado de una metáfora contenida en el sinsentido, dislocada en el reloj de un tiempo imposible, porque ella estaba lejos, siempre presente en la pulsación que le provocaba el licor caliente que bajaba por su garganta para llegar a un olvido inalcanzable. Sabía de antemano, que aunque se bajara la botella, a la mañana siguiente ella volvería a ser una versión de la luz sobre la luz, como un cuadro de Van Gogh inolvidable, un puente delineado sobre el trigo, un sol fehaciente de que ella anunciaría otra vez la noche, de las tres de la mañana, como la muerte cobijándose entre la muerte misma y el silencio inhóspito de un olvido imposible como la flor imperial y el barajear de las cartas que entre la risa sardónica y la borrachera se escuchaba entre los dedos como galope de un caballo salvaje que eternizaba el instante en su velocidad.