El espacio entre ella y yo era un remolino del tiempo en centrífuga hacia una dimensión fuera de la textura y el aroma de las cosas. Terrible era olvidar cada suceso, cada roce, cada una de las palabras dichas o escritas. Más terrible era recordarlo todo, cada desplazamiento de las manos, de la boca, del sudor descendente en la sien, las palabras y los alientos del abismo al que ambos en cada encuentro nos lanzábamos. Alguna vez enmarcamos una foto. Dos risas congeladas en el tiempo de la finitud de las cosas. Sabíamos que pertenecería más al tiempo de la temperatura espectral, un tiempo raído dónde la ausencia sería un hueco que perfora el alma si nos viene a la memoria. Cuando los cuerpos se despojan del salitre y supura el dolor, entonces recurrimos a la amalgama de contornos y figuras que levantan un escenario con una cortina tan pesada que requiere de un esfuerzo fuera de nuestra humanidad para avistar un memento, una cristalización de un nexo entre dos lenguas amarradas. Algo así para ella era el amor. Y en un tiempo de odios tan pornográficos y contundentes ella prefería poner todo su cuerpo bajo el peso de aquel telón pesado y dejar de recordarlo todo para súbitamente ser espectador de cada memoria táctil, sonora y escrita igual que un fantasma asiste al momento de ser liberado de un cuerpo que yace sobre una fina capa de hielo suspendida en el abismo. Todos cargamos olvidos como fantasmas densos que escapan incesantemente de las sombras. Y esa era la sutil manera de ella pertenecer al mundo.
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Asir el aire
El cuerpo como un todo, irreal, entre los cuerpos invisibles que habitan el mundo. zona limítrofe de la sombra. la delineación de la lógica. A veces es la promesa rota. Lo que no entendemos. lo que nos cuestiona a cada instante, qué somos y para qué. Un átomo. Un nanosegundo de pulsión. El cuerpo es ánfora de las preguntas que nos hacemos incesantemente cuando estamos dormidos. Las líneas que traza la artista cuando fija la mirada sobre sí. No hay geometría posible teorizada al ámparo de una estética, porque todo lo ocupa y revela la estancia dónde duerme el laurel. Y esta figura que se expande y contrae igual que el universo nos regresa a la maravilla del enigma de un destello. Veo las manos pequeñas de mi hijo hacer un castillo de arena, veo su boca expandirse en una sonrisa como su fuese una hilera de algas sobre la arena mojada. Veo que mi corazón se contrae igual que se retira el mar. Las maravillas de la vida se expanden y nos volvemos destellos de estrellas lanzados al aire y podemos decir que no pocas veces se ama la vida y que somos agua y al agua vuelven nuestros sueños. Los sueños de mi hijo: él los guarda con sus pequeñas manos sobre la arena, le coloca caracoles y los adorna de un jardín marino y salado, igual que al nacer, destella un fulgor que sale de las líneas que figura su cuerpo sobre la arena e impregna la vida de un misterio que lo inunda todo con su luz. En el cuerpo de mi hijo habitan las estrellas, ese es el sueño de la madre que hizo una casa en la arena para que nunca se pierdan así se las lleve el mar.
glendalys marrero~
Osario
El insomnio se posa sobre el cielo de una habitación
Espacio euclídeo de un jardín barroco
¿Vemos algo más que gotas de rocío sobre este cementerio?
Hay nueve versos japoneses
para designar el cuerpo después de la muerte
Cosmogonía de una piedra filosofal
Como la humareda que anuncia
la configuración de un bosque.
La eclíptica de un ópalo de fuego.
El pensamiento nos bordea como un acantilado de
pasos firmes sobre una cuerda floja
Adentro de los ojos hay un sol esplendente
Estrella encendida que hurga el olvido de
pájaros que llueven sobre mi sombra.
Invisibles
Imposible abandonar esa ciudad
donde las palabras se tornaron cosas
que se vuelven vida:
La música emana
de los pájaros que golpean con su vuelo
los cristales de los edificios.
Sentarse a esperar el tren
que sin duda llegará vacío,
erigiendo sombras,
es un ritual vespertino
destellando pasadizos del recuerdo
como soles que visitan cada tarde.
La industria alemana
no pudo inventar
lo que a nosotros nos tomó una madrugada.
Un código inquebrantable,
pero frágil,
la memoria de la mano que servía el café
sobre las mesas desérticas
teorizadas, conceptuales,
evocando con pinceles
una piedra tan azul
que estaba hecha de nubes.
Y así,
sumergida
en la profundidad del mar,
la acuarela en la pared
de ese museo
que juntos construímos
bajo la superficie.
Donde antes hubo un parque
ahora hay una catedral
y un campanario de jade.
Cuentan los que visitan
que el roce de brisa en las campanadas
suele dar la hora.
Los espectros
que habitaban aquel tren
lanzan desde el aire
ecos que quiebran los vitrales.
La nostalgia del aroma
que deja tras de sí,
como huella luminosa,
la mutación de la luna.
Sabiendo que sólo pasaría
tu silueta cincelada sobre el agua,
compré la taquilla del cine
para esa película que nunca veríamos.
Dicen que el lienzo relator
queda iluminando trazos parpadeantes
sobre las butacas tan vacías de nosotros.
Allí los niños juegan con sus sombras
para no sentirse solos.
Sobre la mesa de noche
hay una foto,
como el tren deshabitado,
en la que nada se ve
pero se siente
la mirada fulminante
que fulge del fantasma
de quien
soy
el único testigo.
Ingrávida
Colgados los pies en la rama de un árbol
se quebranta el cielo.
Mar ingrávido
que se desborda
ante la voracidad de los pájaros.
Miríadas de luces se ven a lo lejos
destellando sobre los tejados de las cabañas.
Tonalidades tan precisas de ocre
que me recuerdan los cuadros de Millet.
Alguna vez un verso merodeó en neblina el laberinto de los cementerios.
No era Baudelaire un epitafio
sino estatua de humo,
esfinge erigida para marcar equinoccios
de la ciudad perdida.
Deshielo y pleamar
Si los ocasos sueñan
¿qué sueñan los ocasos?
Nenúfar que sostiene ingrávido
su imagen en el agua
Una sombra proyectada
sobre la noche misma.
Órbita de ese minuto falaz
que tropieza al instante
en que me miro al espejo
y hurgo lo que está hundido en los ojos
como un barco de vidrio.
Abriendo profundidades en el glaciar
que tengo cautivo en el pecho.
Desmenuzando las agujas del hielo.
Evocando la mirada de serpiente.
Al sol de hoy
la espesura es una ruta de piedra
merodeando un hallazgo cotidiano.
Almenas de berilo
Piedra de Ofir
Azul de Prusia
Amarillo de cromo
Verde Veronés
El aroma del espliego
Y la espiga de unas flores azuladas
Me recuerdan la cercanía con que respira la muerte.
Calopsia
El fotógrafo buscaba el relámpago
en el ojo de una aguja.
En la fosa marina
donde comienza el mar.
En las hojas de los árboles
que voltean sus plateadas verdades en la sombra
En el bolígrafo puesto vencido
sobre el blanco mustio de un papel
que duerme sobre la mesa.
El fotógrafo
ha desaparecido
buscando la piedra filosofal.
¿Acudirá la forma a socavar la paz del sueño?
Buscaba un fulgor instantáneo.
Rielar de lumbre sobre el pedernal.
Sus colores son el arrebol
rosáceo, violáceo azul de algún agua apacible
Vasija, venablo, ánfora,
Forjados por el calor y el tacto
con líquidos untuosos,
aroma de cedro,
almenas de berilo, rubí y piedra de Ofir.
El doble filo del lenguaje no era la máscara, sino las multitudes contenidas en la partícula más compacta.
La que se deja al borde de un vaso.
Un recuerdo.
Un ojo de aguja.
Jardin profano
Ya los fantasmas no transitan por la noche.
Ahora son estatuas
que viajan lentamente
al fondo del océano.
Ánforas vacías
Emblemas
Iconografía esfumada.
¿Acaso no es la vida,
de todos los sueños,
el menos descifrado?
Estudio de figura a la sombra de un árbol
Las muchachas con su rostro ebúrneo,
en las tardes frente al viñedo,
encorvadas como gatos
sacudiéndose del sueño.
Más allá del valle de tonos amarillos,
lentas en sus movimientos,
precisas,
líneas firmes de un dibujo.
He decidido pintarlas.
Son puentes que a lo lejos
se yerguen vencidos
contra el horizonte de hierba.
En una puesta de sol,
como la piel de acerola,
cuando ya está madurando
tras un vergel cerca de un lirio,
he visto el nacarado que irradia la tarde.
El verde preciso de los limoneros
y la ígnea sombra de los flamboyanes.
Aves que sobrevuelan un grabado japonés,
los colores del mundo estallando
a través de mosaicos.
Pero no me había fijado
en ese modo lento
que tiene la tristeza.
Parece refractar la luz
de una manera distinta.
He buscado un roble de sostén
para calmar el pulso de mi trazo.
La efigie de una mujer
cubre el rostro con sus manos;
y llora en silencio bajo la sombra.
Algoritmo demasiado humano
Un nombre no es el espejo exacto de las cosas.
¿Qué se precisa para entender el mundo?
Botellas que flotan en
paisajes remotos,
ciudades de arena enterradas,
sentencias blasfemas,
palabras ancestrales.
Pájaros de ébano levantan el vuelo
entre la espuma de las ensoñaciones.
Un padre y un hijo flotan en el río
luego de buscar hasta el cansancio un elíxir contra el pulso de muerte.
Es la arquitectura de lo inefable:
fósiles servidos en una bandeja de jaspe.
A lo lejos veo una niña.
Cubre con su pequeña mano
los ojos de su muñeca,
que abren y cierran:
ella no quiere observe las ruinas de la ciudad donde construyeron sueños
un paseo en bicicleta
y la sombra tras ella jugando
a buscar la luna.
Se escinde el mundo ante sus ojos:
muecas desafiantes,
gestos de conjuro,
un acto lingüístico de execración,
mefistofélica risa adivinatoria.
Es el olvido absoluto en la forma de las cosas.